La Casona
Una
tardecita, sentado frente a la ventana y disfrutando un humeante café, dejé de
lado mis constantes pensamientos y me sumergí en el mundo exterior a través de
los cristales.
Comencé a
observar el hermoso parque y distinguí que, a lo lejos, la gran casona
comenzaba a iluminarse.
Hasta ese
momento, no había reparado mucho en ella, a pesar de ser parte de mi reino; y
me sentí como en un gran palco, disfrutando un escenario que me regalaba
diferentes colores y actos. Troncos altos y erguidos, sosteniendo en sus brazos,
enormes sombrillas con diferentes tonos de brillantes verdes, que, en su danza,
dejaban penetrar luces y sombras, sobre la alfombra poblada de flores rojas,
amarillas, blancas y azules.
Más allá, lo que atrapó mi mayor interés; un
desfile de vehículos y personas que, habiendo entrado más temprano, seguramente
de visita, salían de la casa, y ésta comenzó a guiñarme con la luz que,
atravesada por el incesante movimiento, salía por las ventanas, resultaba divertido.
Al caer la
noche, una tenue luminaria exterior, custodiaba la quietud y el descanso de la
casona y sus habitantes.
Al día
siguiente todo volvía a cobrar vida.
Extrañamente,
nunca había reparado en ella como ahora…
…con
consciencia, curiosidad, como adivinando y especulando, creyendo saber lo que
allí sucedía.
Tanto llamó
mi atención que, todos los días volvía, taza en mano, a sentarme en ese sillón.
Por años, y
atravesando el silencio, la brisa traía ecos de bullicio y alegría que,
naturalmente, irían acallándose con el paso del tiempo.
Un día, como
un terremoto inesperado, se desató la gran tormenta.
El parque
se cubrió de colores ocres.
El impetuoso viento arrasó las flores y despojó los
fuertes brazos, dejándolos en orfandad y desnudez.
Al
principio hubo mucha quietud y encierro… nadie entraba… nadie salía de la
casona.
De a poco,
esa realidad se fue modificando.
Tristemente, comenzaron a sucederse las
entradas, y rápidas salidas, de esos autos alargados y negros.
Los ecos de alegría se transformaron en llantos.
Me acerqué,
tendí mi mano, y tuve la oportunidad de sostener algunas de ellas, hasta que
dejaron de sujetar la mía.
Los
habitantes de la casona que, al cuidado amoroso de quienes los acompañaban,
transitaban allí su niñez, algunos compartiendo juegos y otros en la soledad de
sus cuartos, iniciaron sus viajes.
Comenzaba
la partida de los huéspedes; algunos hacia otra morada más silenciosa… aunque
no más solitaria; y otros regresaban a sus familias, quién sabe por cuánto
tiempo.
Pocos días
después, se produjo el último gran movimiento de idas y venidas.
Y
apagándose la última luz… todo en la casona quedó en silencio…
Parecía que mi
mente se paralizaba, no podía entender.
Cada atardecer,
volvía a mi ventana, con la esperanza de haber vivido un mal sueño...
Me costaba
aceptarlo, mas, con el correr de los días, se percibía, cada vez más, la inerte
soledad.
Era real…
Hoy, un año
después, me animo a atravesar el parque que, de a poco, va recuperando sus
sonidos y colores.
No puedo
dejar de contemplar la hermosa y ahora abandonada casona.
Abro sus
puertas y ventanas, con mi pensamiento anclado en las muchas historias que
albergó bajo su techo, y que agradecí haber podido acompañar, sabiéndome
también, testigo final de algunas de ellas.
Se me estrujó el corazón de ternura,
recordando esas caras arrugadas, de expresiones inocentes. Recorro sus pasillos
y habitaciones, y al salir por la puerta trasera, me frena y me sorprende el
encuentro con lo que me impactó como un monstruo… una gran montaña de herrumbre
y escombros, acumulados seguramente a través de los años.
Estaba ahí, imponente
e intimidante.
Me sentí
abrumado, y mi primer pensamiento fue “¿cómo me deshago de todo esto?”.
¡Pero en
ese preciso momento, una pequeña llama se encendió en mi corazón… luego otra… y
otra más!
Y supe que,
como todo en la vida, y según cómo lo observe, hay cosas que me cierran o abren
puertas, me vacían o me llenan el alma, me quitan posibilidades o me las
regalan, y que todo depende de mí y mis elecciones.
Al observar
con otros ojos, y con otra sabiduría, descubrí que los escombros pueden llenar
baches, para poder transitar mejor; los pedazos de madera pueden ser estantes,
donde tener a mano las fotos de los seres queridos, o lindas plantas; los
fierros, pueden ser la estructura de una casita de juegos para los niños; las
ramas secas, para avivar el fuego que da calor al hogar.
Y lo más
importante… sentir que, el poder compartirlo con otros en mi reino, es una
cálida caricia para mi alma.
Todo sucede
para que aprenda algo.
Sólo
necesito estar atento y no dejar pasar la oportunidad.
Entonces
decidí infundirle nueva vida, con la esperanza puesta en que, la gran casona,
pueda volver a ser, aquello que le permita cumplir con su destino.
Miriam Venezia
26/06/2021
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