Una niñez sobre ruedas.
Me desperté muy temprano ese día, tanto que todavía era de noche. Di mil
vueltas en la cama intentando volver a dormir, pero la alegría y el entusiasmo
no me dejaron. Tratando de no despertar a mis padres y a mi hermana me vestí y
me senté en la cama a esperar, en silencio, que se hicieran las seis de la
mañana. Sonó el despertador y mamá encendió la luz para despertarnos y se
sorprendió al verme, lista ya para salir. Me adelanté y desperté a mi hermana
diciéndole que había llegado el momento, que se apurara a vestirse.
Cuando llegamos al
comedor, mamá traía el café con leche y el pan para desayunar, mientras
conversaba con papá para ultimar detalles.
Por fin se levantaron de
la mesa, mamá retiraba las tazas y papá daba las ultimas instrucciones mientras
acomodaba las valijas, “¡al fin!” pensé, y subimos al auto que se encaminó
hacia la gran estación.
Al llegar me apuré a
bajarme y corrí seguida por mi hermana.
Tenía seis años y en ese
entonces el tren me parecía enorme y fascinante. En nuestra carrera, mi meta
era llegar al final del andén para ver la gran locomotora; la de mi hermana, no
perderme de vista, pues, a pesar de tener sólo un año y meses más que yo, siempre
estaba ahí, cuidándome... y, no creo que haya sido una imposición de mis
padres.
¡Y allí estaba,
imponente, negra y brillante!
De pronto un pitido
ensordecedor hizo salir una blanca nube por su enorme nariz; un poquito me
asustó, era la primera vez que la veía en persona, pero la fascinación pudo
más.
Se ve que era como una
señal, ya que mi hermana me tomó de la mano y me llevó hasta el tercer vagón
donde mamá y papá nos esperaban.
Era momento de subir,
casi trepé tres altos escalones hasta un pasillito y entramos por una puerta
que estaba a la izquierda. A partir de ahí había un largo pasillo con asientos
dobles a ambos lados y con unas grandes ventanillas que nos permitirían mirar
el camino. Papá buscó unos números que había sobre ellas, y cuando se detuvo
acomodó las valijas en unos estantes que estaban arriba.
“Si se sientan juntos en
uno y nosotras en otro, no podremos vernos en todo el viaje” se me ocurrió con
cierta preocupación. ¡En eso, papá puso su mano en un agujero que estaba en la
punta del respaldo y tiró con fuerza, y a mí no me alcanzaban los ojos para ver
cómo lo corría dejando los cuatro asientos enfrentados!
-¡Qué genialidad!, seguramente
sabrían que éramos cuatro y lo reservaron para nosotros -dije, y aplaudí con
muchas ganas... pero no entendí por qué se reían; no me importó y me reí con
ellos.
Mi entusiasmo se diluyó
cuando vi que papá abrazaba a mamá como despidiéndose; después lo hizo con mi
hermana y finalmente conmigo, y con un tierno beso me explicó que tenía que
trabajar y no viajaría con nosotras. Me entristeció y lo abracé muy fuerte.
Cuando bajó del tren,
mamá subió la ventanilla y casi me colgué en ella para tocar la mano en alto
que nos saludaba y nos acompañaba.
En ese momento, un nuevo
pitido y el tren comenzó a moverse pesadamente, anunciaba la partida. Papá nos
siguió hasta que se terminó el andén; cada vez lo veía más chiquito, y le grité
hasta que dejé de verlo. Me senté
sin terminar de entender lo que acababa de pasar en ese corto tiempo.
Mi hermana, que parecía saberlo desde antes, me contó que viajaríamos
varias horas y al llegar nos esperarían los tíos, con quienes pasaríamos varios
días y luego papá iría a buscarnos.
Entonces me tomó de la
mano y fuimos a recorrer el tren hasta el vagón comedor, donde compró unas
galletitas que compartimos con mamá.
Ya me había olvidado de
la tristeza y entre juegos y cuentos hicimos un grandioso viaje.
Al año siguiente, cuando
papá nos llevó a la estación, lo abracé fuerte y le dije cuánto lo amaba y que
contaría los días hasta que fuera a buscarnos.
Y corrí por el andén para
volver a ver la hermosa y brillante locomotora que haría posible una nueva
aventura.
¡Qué época!
Pasaron muchísimos años y
recuerdo con melancolía los interminables andenes de la enorme estación, con su
altísimo techo abovedado; y esos viajes en tren, que nos generaban tanta
expectativa y emociones.
Me apena saber que los niños de hoy no los pueden
disfrutar, que ya no pueden correr libremente entre las personas y, más
aún, saberlos con otra capacidad de asombro que, a veces, les dificulta
disfrutar las simples cosas, que son, en definitiva, las que nos dan
mayor felicidad.
Miriam Venezia
24/04/2023
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