El tiempo y los recuerdos.


Llegamos a destino. No puedo esperar a que el tren detenga su pesada marcha para bajar.

Sin más, salto y corro por el andén buscando la salida y antes de llegar, lo veo, me levanta en el aire y nos abrazamos fuerte fuerte.

Volvemos para encontrar a mi mamá y a mi hermana y repartirnos los petates que trajimos de Buenos Aires.

Frente a la estación estaba la camioneta de color verde claro, y en la caja, asomaban unas bolsas, junto a las que, también, fue a parar nuestro equipaje.

El tío había aprovechado a comprar mercadería para, por lo menos, una semana.

Subimos y, por supuesto, como era la más chica, iba sentada en la falda de mamá. Eso me encantaba, ya que iba al lado de la ventanilla y ella me abrazaba todo el camino, y así quedaba más alta y podía mirar todo.  

Salimos por la avenida del centro, pasando por todos los comercios, el banco, la municipalidad frente a la plaza y, en la calle que bordeaba, cruzando la avenida principal por la que íbamos, se veía la Iglesia mayor.

Al llegar a la ruta, doblamos a la izquierda y recorrimos varios kilómetros hasta llegar al camino vecinal; éste era de tierra, con varios pozos, algunos de los cuales se veían con barro, producto de la última lluvia.

Parecía que no llegábamos nunca, hasta que al doblar la segunda curva, empecé a ver el monte de árboles que rodeaba la casa.

¡Al fin!! ... al llegar, bajé de un salto para abrir la tranquera; la camioneta avanzó lentamente y se detuvo a esperarme mientras la cerraba.

¡Qué lindo se veía el campo en esa época!! 

En el cuadro de la derecha, sobre el verde brillante había algunas vacas. En el de la izquierda una tupida alfombra con flores azuladas donde comían los caballos.

Llegando, mis primos estaban abriendo la segunda tranquera, y avanzamos por el sendero que atravesaba el hermoso y cuidado parque hasta llegar a la casa.

¡Allí comenzaba la aventura!! 

Mi tía y mi prima nos esperaban en la entrada; habían preparado un riquísimo desayuno con leche recién ordeñada, manteca y dulce de leche caseros; todo estaba sobre la mesa de la gran cocina, a la espera de la galleta fresca que traíamos del pueblo.

Ellos, que habían desayunado temprano, luego de ordeñar las vacas a las cinco de la mañana, nos acompañaron con el mate.

Después de muchas risas y charlas, en cuanto nos permitieron levantarnos de la mesa, mi hermana, el menor de nuestros primos y yo, salimos a visitar el galpón donde se guardaban los frenos, mantas y todo lo necesario para los caballos, que, “las primas de Buenos Aires” (como solían decirnos), habíamos aprendido a ensillar el año anterior.

Visitamos el tambo, y cerca del mediodía, ya volviendo, pasamos por el gallinero.

Ubicada tras una puerta que daba a la cocina, estaba la despensa, donde la tía guardó los huevos que trajimos, después de dejar los que iba a utilizar para el almuerzo. También allí, habían puesto las bolsas con mercadería, listas para ser acomodadas junto a otras provisiones que había en los estantes.

Después de la comida y la sobremesa, era casi ineludible el descanso.

Aun así, cuando podíamos zafar de la siesta, salíamos al parque y, cruzando el camino de entrada jugábamos al hoyo, a la pelota, y comíamos duraznos que cortábamos de los árboles.

¡Qué linda época!!, nada nos hacía mal, ni la fruta caliente por el sol, ni la leche sin pasteurizar...

Éramos felices con lo que teníamos a mano, nos divertíamos jugando entre nosotros, ayudábamos a arriar el ganado como parte del paseo a caballo; vivíamos afuera, ensuciándonos... 

Pasaron los años, crecimos, el tío falleció, y la tía se mudó al pueblo, donde ya vivían mis primos con sus propias familias.

El lugar se alquiló para criar ganado y para la siembra.

La casa quedó abandonada.

Un día le pedí a mi primo que me llevara al campo.

Había gente trabajando que no conocía, y llegamos hasta el cuadro donde estaba la casa.

Algunos árboles estaban secos, el pasto alto, las paredes despintadas y las puertas raídas.

¡Así y todo, el recuerdo de la infancia pudo más; y volví a ser niña y nos vi haciendo carreras a caballo, jugando en el precioso y cuidado jardín, corriendo hacia la casa de paredes blancas y puertas abiertas!!

El tiempo sigue su curso, transforma o deteriora las cosas y todo pasa.

Los recuerdos y los sentimientos, en cambio, conservan sus aromas, sensaciones y colores, y se convierten en esa riqueza que nadie puede arrebatarnos.

¡Y volví a sentirme feliz!

Miriam Venezia

24/10/2023

                                                                                                                                     

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