Hasta pronto
Eduardo era un muchacho solitario y muy reservado.
A los dieciocho
años se quedó solo, su familia había fallecido en un trágico accidente, motivo
por el cual había aprendido a sobrevivir buscando trabajo aquí y allá.
Luchaba
constantemente para sobreponerse a su tristeza e incertidumbre contenidas, que
llevaba a cuestas como la mochila de un trotamundos.
Trabajaba para una
empresa en la parte administrativa y le iba muy bien, hasta había conseguido un
ascenso a jefe de área.
Hacía tres años que
no se tomaba vacaciones ya que no sabía a dónde ir.
Tenía algunas
relaciones, aunque no las consideraba amistades. No estaba listo para abrir su
corazón y espíritu a los demás.
Meditaba mucho
sobre su situación personal, y se dio cuenta de que era suficiente
autocompasión, que honraría mejor a sus padres y hermana aprendiendo a ser
feliz.
Ese año, también
por cansancio y obligación, se tomó la licencia acumulada.
Decidido a superar
su estado de ánimo y continuar su búsqueda, decidió emprender un viaje que le
permitiera suficiente oxígeno y soledad para encontrarse.
Se subió a su auto
y condujo sin rumbo fijo, abierto a donde lo llevara el camino.
Así llegó a una
playa solitaria y ancha, que le regaló los últimos atisbos de un hermoso
atardecer que dio lugar a una noche límpida y llena de estrellas. Sintió que
debía quedarse y armó su carpa cerca de los árboles que la rodeaban.
El ambiente era
cálido y lo invadió una sensación de serenidad; cerró sólo el mosquitero.
Logró conciliar un
sueño profundo y reparador.
De pronto, la carpa
estaba abierta y un hombrecito de largas orejas y baja estatura le tendió su
mano y lo invitó a que lo acompañara.
Lejos de sentir
miedo y con mucha curiosidad lo siguió.
Se internaron por
la frondosa arboleda hasta llegar a un espacio abierto y lleno de coloridas
casitas. Era la aldea donde vivía Gervasio, que así se llamaba su anfitrión.
Todos eran muy
agradables y transmitían un afecto que Eduardo sentía, no con poca sorpresa.
Tácitamente invitado
a quedarse, convivió con ellos unos días.
No hacían falta
muchas palabras.
Colaboró en sus
labores y asistió a sus reuniones comunitarias; así, compartían su comida; y
todo aquello que alguno necesitara, era provisto por los demás. Luego llenos de
agradecimiento y alegría, cada uno entraría en su casa para disponerse a un
merecido descanso.
Con cierto dejo de
intimidad, preguntó a Gervasio cómo lograban esa convivencia.
-No se puede vivir fuera de una comunidad
que te contenga en los buenos y malos momentos. Por eso estás acá, para
aprender a recibir y dar amor desinteresado a la comunidad que elijas. Ya es
suficiente dolor en tu vida. Tendrás que elegir qué camino transitar.
Al día siguiente un
brillante rayo de sol iluminó la cara de Eduardo despertándolo.
Se dirigió a
orillas del mar para contemplar su lejano horizonte y sumergirse en sus brazos
de realidad.
Al salir, sintió
que las olas le habían quitado su mochila, transformando su tristeza en gratos
recuerdos.
Pensó en su familia
con agradecimiento por su vida y en quién se había convertido.
Desarmó su carpa y
dando una ultima mirada al cielo y a la arboleda que lo había acogido, pensó en
Gervasio.
-¡Hasta pronto, amigo!!
Miriam Venezia
04/07/2025
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