Hasta pronto

Pasá que te cuento - Miriam Venezia®

Eduardo era un muchacho solitario y muy reservado.

A los dieciocho años se quedó solo, su familia había fallecido en un trágico accidente, motivo por el cual había aprendido a sobrevivir buscando trabajo aquí y allá.

Luchaba constantemente para sobreponerse a su tristeza e incertidumbre contenidas, que llevaba a cuestas como la mochila de un trotamundos.

Trabajaba para una empresa en la parte administrativa y le iba muy bien, hasta había conseguido un ascenso a jefe de área.

Hacía tres años que no se tomaba vacaciones ya que no sabía a dónde ir.

Tenía algunas relaciones, aunque no las consideraba amistades. No estaba listo para abrir su corazón y espíritu a los demás.

Meditaba mucho sobre su situación personal, y se dio cuenta de que era suficiente autocompasión, que honraría mejor a sus padres y hermana aprendiendo a ser feliz.

Ese año, también por cansancio y obligación, se tomó la licencia acumulada.

Decidido a superar su estado de ánimo y continuar su búsqueda, decidió emprender un viaje que le permitiera suficiente oxígeno y soledad para encontrarse.

Se subió a su auto y condujo sin rumbo fijo, abierto a donde lo llevara el camino.

Así llegó a una playa solitaria y ancha, que le regaló los últimos atisbos de un hermoso atardecer que dio lugar a una noche límpida y llena de estrellas. Sintió que debía quedarse y armó su carpa cerca de los árboles que la rodeaban.

El ambiente era cálido y lo invadió una sensación de serenidad; cerró sólo el mosquitero.

Logró conciliar un sueño profundo y reparador.

De pronto, la carpa estaba abierta y un hombrecito de largas orejas y baja estatura le tendió su mano y lo invitó a que lo acompañara.

Lejos de sentir miedo y con mucha curiosidad lo siguió.

Se internaron por la frondosa arboleda hasta llegar a un espacio abierto y lleno de coloridas casitas. Era la aldea donde vivía Gervasio, que así se llamaba su anfitrión.

Todos eran muy agradables y transmitían un afecto que Eduardo sentía, no con poca sorpresa.

Tácitamente invitado a quedarse, convivió con ellos unos días.

No hacían falta muchas palabras.

Colaboró en sus labores y asistió a sus reuniones comunitarias; así, compartían su comida; y todo aquello que alguno necesitara, era provisto por los demás. Luego llenos de agradecimiento y alegría, cada uno entraría en su casa para disponerse a un merecido descanso.

Con cierto dejo de intimidad, preguntó a Gervasio cómo lograban esa convivencia.

   -No se puede vivir fuera de una comunidad que te contenga en los buenos y malos momentos. Por eso estás acá, para aprender a recibir y dar amor desinteresado a la comunidad que elijas. Ya es suficiente dolor en tu vida. Tendrás que elegir qué camino transitar.

Al día siguiente un brillante rayo de sol iluminó la cara de Eduardo despertándolo.

Se dirigió a orillas del mar para contemplar su lejano horizonte y sumergirse en sus brazos de realidad.

Al salir, sintió que las olas le habían quitado su mochila, transformando su tristeza en gratos recuerdos.

Pensó en su familia con agradecimiento por su vida y en quién se había convertido.

Desarmó su carpa y dando una ultima mirada al cielo y a la arboleda que lo había acogido, pensó en Gervasio.

   -¡Hasta pronto, amigo!!

 

Miriam Venezia

04/07/2025



 

 

 

 

 


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