Un alma abierta
Es temprano y el sol parece salir por las ventanas de mis casas.
Me invade el creciente bullicio que, como viento que arrastra las hojas por
las calles, se acrecienta sumando guardapolvos hacia la escuela, albergando la
alegría de la mañana.
Soy pequeño y todo es cercano.
Pasadas las primeras horas, y con un poco más de calma, se van desperezando
las puertas de la oficina de correo, el banco, la comisaría y unos cuantos
comercios.
No así la sala de primeros auxilios que permanece alerta y me cuida
permanentemente.
A mediodía, la ráfaga de regreso penetra en las casas, es hora del
almuerzo.
Se cierran las puertas y, al rato, los sonidos se van apagando, y me entrego
exhausto en el silencio de la siesta.
A la tardecita mis calles se llenan de risas y juegos.
Por las noches, reuniones en la vereda de algún vecino y escondidas o
manchas en la calle.
La niñez es feliz, tanto que se siente que siempre será así.
De a poco se van diluyendo las rayuelas dibujadas en las veredas, las
fogaratas cortando el tránsito , las reuniones de charlas en las noches de
verano.
Con el correr del tiempo el movimiento en mis calles se vuelve tranquilo y
despojado.
Aunque mi consciencia permanece aquí, me parten en pedazos las grandes
ciudades, con sus muchas posibilidades de universidades y oficios.
Elijo concentrarme en mi casa.
Habito mi parque lleno ahora de reposeras, mates y juegos de mesa,
hamacando algunos cochecitos de paseo, en espera de que crezcan.
Las canas develan otra manera de felicidad y la añoranza refuerza la espera
de que se renueve el bullicio y me inunde de blanco las mañanas y de juegos las
tardecitas callejeras.
El avance de los años y la tecnología me llevan a repetir los ciclos.
Compruebo con alegría que no he perdido la esencia y puedo volver a jugar,
a la reunión de vecinos y a las tardecitas en el parque.
Miriam Venezia
18/10/2025
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